Rumbo al 8M: Las mujeres y sus múltiples cargas.
- Jessica Peña
- 8 mar 2024
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 12 mar 2024
Camino al trabajo, tras iniciar el día 5:30 am muy a mi pesar, con el rostro hinchado, los párpados pegados, después de una ducha rápida, maquillaje exprés, preparar desayuno para la cría de 11 años, cortar frutas, empacarle el lunch, lavar trastes, guardar comida en el refri, llenar los termos, darle de comer al perro, ponerle agua, verificar focos, cerraduras, recoger ropa, tender camas, quitar zapatos del medio, verificar baterías de celulares, colgarse credenciales, ponerse chamarras y mochilas, salir a la escuela caminando un trayecto de mas o menos 20 minutos a paso veloz, dejar a la criatura tres minutos antes del cierre, observarla hasta perderla por el pasillo, ponerme los audífonos, seguir caminando a paso veloz hasta el metrobús, después de pasar cuatro estaciones de pie, encontrar un asiento y observar a las mujeres a mi alrededor dentro del vagón exclusivo, me puse a pensar, mientras veía todos los rostros de las mujeres que seguramente, la mayoría -sino es que todas- hacía muchas horas que habíamos iniciado el día; incluso antes de que el Sol saliera a saludar.
A nuestros pasos empujando el bloque social, los iluminaron minuto a minuto, los rayos de la gran bola de calor mientras las mujeres movíamos poco a poco al planeta, despertándolo con canciones o caricias en el pelo.
¿Cuántas de ellas sumaron a “sus” tareas matutinas más o menos actividades que las que yo, por ejemplo, realizo día con día?
Pensé en todos los pasos que caminamos y todas las cosas que hacemos antes de “ponernos a trabajar”. Y es que resulta que las mujeres siempre lo estamos haciendo, siempre estamos trabajando; incluso cuando parece que vamos concentradas en el rímel, rubor o labial aprovechando – y exprimiendo – cada segundo del día durante nuestros trayectos, en nuestra cabeza hay un ejercicio imparable de enlistar las cosas que tenemos pendientes por hacer.
Con un espejo en una mano y el enchinador en la otra, recapitulo si dejé todo en orden en casa, repaso cada horario con meticulosidad, rumio cada detalle de cada cosa que me falta por hacer en el día, la semana, el mes, los próximos cinco años y así, hasta llegar a mi jubilación. Y no solo eso, pienso en mis actividades, pero también en las de mi hija, mi familia, los médicos, mis amigas, mi pareja y las suyas; de pronto incluso me descubrí repensando un discurso que pude haber dicho mejor en una discusión con un señor en Facebook que defendía a los monumentos. No solo pienso en lo que falta comprar para la despensa, cuánto shampoo queda, si se terminó la tinta de impresora, sino en el día previsto para que llegue mi menstruación, si me tomé las vitaminas y si le di el medicamento a mi hija, en la ropa que se quedó tendida, en si cerré la llave del agua, en la guerra en Palestina, en las manchas que no desaparecen de mi cara, en esa punzada en la cervical que lleva hormigueándome quién sabe cuántas semanas o meses; también hago cuentas, los sueldos que me deben, las deudas que necesitan aunque sea el pago mínimo, agendo las clases y abro una ventana imaginaria con un archivo de Excel que está hecho un desbarajuste porque no “me he dado el tiempo” de atender esos asuntos (¿ya generé todas las facturas de este mes? ¡chin! La declaración anual).
Y todo esto me pasó por la mente mientras transitaba por doce estaciones. Llego a mi destino y le pongo atención a mi respiración agitada, aún no llego a mi escritorio y ya estoy agotada. Vale, un día más.
Cumplo con una jornada laboral de diez horas, casi como el 40.6% de mujeres trabajadoras asalariadas, según el INEGI. Pero, mientras hago lo que tengo que hacer dentro de la oficina, atiendo mensajes del grupo de la escuela, de la familia que funge de red apoyo en el cuidado de la cría quienes me reportan qué pasó con ella durante el día, qué necesita, qué le pidieron y cómo le fue en la escuela, de vez en vez la oportunidad de leer un meme se presenta y se escapa una risita. A volver a la computadora.
Dan las 19 hs y salgo corriendo, con la esperanza de poder dormir al menos 8 horas. Camino y en esos casi 800 metros, ya sortee tres chiflidos, dos caras obscenas y un “piropo”. Tomo el camión, que va a tope, lleno de almas cansadas. Pongo atención y van mamás con bebés en brazos, de la mano con infancias pequeñas, mujeres con uniformes de distintos empleos, señoras mayores con folders de papeles médicos, todas con algo en común: para ninguna ha terminado el día.
Al llegar a casa, reviso tareas, vuelvo a lavar trastes, preparo la cena, cepillo y seco el cabello de la niña, preparo uniformes, limpio zapatos, checo el refrigerador para verificar que haya suministros para la comida del día siguiente, nos ponemos pijamas, cuento cuentos hasta dormir a la cría, respondo mensajes que no pude atender en el trabajo, ¡oh! Una invitación a comer, denegada, no tengo tiempo. Me desmaquillo y mientras el sérum surte efecto, me doy el lujo de encender la vela aromática que tengo en el filo de la ventana, porque al menos, tengo un pequeño escape del mundo en ese momento que puedo oler la disque champaña rosa de cereza que emana aquella bola de cera. Me pongo a doblar la ropa que colgué en la mañana, la acomodo y preparo una nueva carga para lavar.
Termino de ponerme crema en la cara, porque esos quince minutos por la noche son mi refugio, y porque además, resulta que para ser una mujer consciente hay que priorizar el “autocuidado” y pues bueno, unos minutos de yoga facial lo cumple, ¿que no? Pero entonces me acuerdo de que la membresía del gimnasio lleva pagada meses y he ido unos pocos días, y entonces me siento mal, porque sé que si fuera, mi cuerpo estaría más saludable; me levanto la blusa del pijama y me miro con desgano, pero igual tengo hambre porque han pasado casi seis horas desde que comí, pero el cansancio es tanto, que agarro un pan con un vaso de leche o jugo para saciar con rapidez mi estómago ruidoso. Me lavo los dientes y me meto a la cama. Están por dar las once, y, de pronto, oí susurrar a mi madre que había que atornillar la puerta que llevaba semanas colgada, ruidosa: “Un día de estos”, dice.
Y ahí, en ese justo momento, me cae un balde congelado de realidad y entiendo que cada una de las mujeres representa un engrane de esta monstruosa maquinaria llamada sistema patriarcal, porque sí, somos nosotras, la fuerza laboral más poderosa. No solo ponemos el cuerpo para el trabajo, sino que somos quienes cubrimos y cumplimos con las tareas y trabajos de cuidado, doméstico, reproductivo y sexual no remunerado; somos nosotras las que cargamos con todo el peso de cumplir con todas las exigencias, y como dicen por ahí… algunas en tacones y otras con medio pan en la mesa.
Mi madre le dio al sistema casi 45 años de su vida, dedicada al poder obrero, pero, aún jubilada, su trabajo sigue sin terminar.
Las mujeres no solo cargamos hijas e hijos en nuestros vientres, tenemos múltiples cargas de las cuales no podremos deshacernos hasta hacerlas visibles. ¿Sabías que existe el “Síndrome del ama de casa”? ¿Y que es igual de grave del Síndrome burnout? No es que las mujeres no tengamos tiempo, es que el sistema tiene atrapadas nuestras horas y congelada nuestra libertad.
Ante mis ojos, cada día realizando exactamente las mismas tareas, solo existimos nosotras, quienes movilizamos al mundo, porque un día sin nosotras, es un día vacío. De lo más grave, es que a pesar de que si nosotras desapareciéramos, nada funcionaría, siguen aumentando las desapariciones forzadas de mujeres, contabilizando a 14 de nosotras por día en este país feminicida.
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